
Entre el Eco del Hielo y el Ladrido de Wulaia
29/05/2025
Aventura solitaria
El martes 8 de julio, con el aire efervescente de la víspera del Día de la Independencia, y apenas liberado de mis obligaciones laborales, la llamada de la montaña fue irresistible.
Eran las 13:30 y la ciudad se bañaba en un sol radiante, invitándome a una escapada que no había planeado, pero que sentía como un imperativo del alma.
A toda prisa, volé a mi apartamento, la mochila lista en un suspiro con lo esencial para una caminata que prometía ser épica.
Una encrucijada se presentó de inmediato: ¿hacia dónde me llevaría el impulso?
Una certeza me acompañaba: la luna, casi llena, asomaría tras las cumbres alrededor de las 14:30.
Mi anhelo era encontrar ese rincón de paz absoluto para presenciar su majestuoso ascenso.
Mientras mi vehículo devoraba la ruta, acercándose a la desembocadura del río Olivia, eran las 13:50 y mi mente debatía: ¿la costa hacia el Encajonado o la imponente verticalidad de una montaña cubierta de nieve y hielo?
Al llegar a la bifurcación, la decisión fue instantánea, un volantazo instintivo a la izquierda en la curva de las 640 viviendas.
Mi destino: la cima nevada.
Dejé atrás la ciudad, con el establecimiento de la Mosca Loca como último hito civilizado.
Apenas arribé, un mensaje a mi hijo Agustín: “Voy al Cuerno del Valle Carbajal”. Era la confirmación de una aventura.
A las 14:00, pisé tierra. El primer tramo del camino era una trampa helada, en parte pulida por el paso del tiempo, en otras, una mezcla traicionera de tierra y nieve blanda.
A lo lejos, el blanco inmaculado de la nieve prometía profundidad, pero por ahora, los crampones podían esperar.
Avancé, cruzando dos tranqueras que parecían portales a otro mundo, luego un viejo puente de madera que crujía bajo mis pasos, y me lancé tras las huellas, esas marcas ancestrales de otros espíritus aventureros.
La senda, a cada metro, se hundía más en la nieve, pero las pisadas ya marcadas, ahora endurecidas, me ofrecían un camino firme, permitiéndome un ritmo constante y decidido.
Tras unos 20 minutos de ascenso, un desvío inesperado se reveló a mi izquierda: huellas de esquís que se adentraban en lo más profundo del bosque.
Allí, donde el sendero principal bordeaba el valle, sentí la atracción de lo desconocido y me lancé por esas nuevas marcas.
En este tramo, las pisadas de caminantes habían desaparecido, pero un examen cuidadoso del bosque en ascenso me confirmó que era posible, siguiendo la guía silenciosa de las huellas de esquí.
Fue una revelación: caminar sobre esas marcas lisas y largas no solo era posible, sino más seguro. La nieve sobre ellas estaba compacta, un contraste vital con la blandura de los costados, donde un solo paso en falso me hundía hasta las rodillas.
Así, guiado por esas líneas perfectas, esquivé árboles, rodeé montículos gigantes de nieve, y finalmente, emergí triunfante del denso abrazo del bosque.
Habiendo ganado una altura considerable, mi mirada se detuvo al voltear. Un escalofrío de emoción me recorrió el cuerpo al contemplar el Monte Olivia, imponente, bajo un cielo de un azul tan puro que parecía irreal.
Continué mi ascenso sobre la nieve, aún sin necesidad de los crampones, elevándome con cada paso. Cuanto más alto ascendía, el valle Carbajal se desplegaba bajo mis pies con una belleza que cortaba la respiración, un tapiz de valles y cumbres que me dejaba sin palabras.
Pero el tiempo, ese incansable compañero, no perdonaba. La claridad de la tarde comenzaba a desvanecerse, tiñendo el horizonte de tonos más suaves. Seguí escalando, hasta alcanzar una zona llana que marcaba una pausa en el terreno vertical.
Avancé por las huellas, hasta que, de repente, un abismo se abrió ante mí, una clara señal: por ahí no era el camino.
La idea de bajar y volver a subir era un derroche de energía inaceptable. Así que continué mi ascenso por las huellas, buscando otra meseta.
En esta nueva llanura, siguiendo las huellas de los esquís, me acerqué al pie del cordón montañoso del cerro Portillo, que se alzaba majestuoso a mi izquierda, uniéndose con la cadena de la montaña elegida.
Con cada paso, me aproximaba más a mi gran objetivo: el anhelado Cuerno Carbajal.
A lo lejos, la gran antena repetidora de televisión se erguía solitaria en la cumbre, una silueta que vigilaba el vasto panorama del valle.
Con la tarde desvaneciéndose, mi mente, experta en los desafíos de la montaña, calculó los tiempos. ¿Alcanzar la cumbre? Factible.
El impulso aventurero me empujó adelante. Desde el llano, el trayecto hasta el pie del Cuerno me tomó apenas 20 minutos. Una vez allí, lo rodeé por la derecha, y el Valle Carbajal se abrió en todo su esplendor: la gigantesca laguna congelada Arcoíris, salpicada de otras más pequeñas, un espectáculo invernal inigualable.
A lo largo de ese inmenso territorio, serpenteantes ríos blancos de nieve dibujaban patrones etéreos.
Al otro lado del valle, las imponentes y hermosas montañas que había conquistado en el pasado se alzaban como viejos amigos: el impactante Alvear, el imponente cerro Bonete, el bello cordón Toribio.
También pude distinguir las entradas a otros valles, portales a paraísos ocultos como la laguna Ceniza, Lola, Esmeralda.
Mientras tanto, a mis espaldas, el colosal e inefable Monte Olivia seguía deslumbrándome, acompañado a su izquierda por el cerro Carbajal y una luna muy brillante y cautivadora que ya iluminaba sus cumbres nevadas con un brillo casi místico.
El tiempo seguía su danza inexorable. El cielo, un lienzo cambiante, comenzó a teñirse de rosas, naranjas suaves, pintando las cimas de cada montaña con un pincel invisible. Aunque a la distancia el detalle se perdía, recordé la “ventana” única en una de las cumbres del Monte Olivia.
Mi cámara se convirtió en una extensión de mi mirada, acercando el impresionante relieve. Justo en ese instante mágico, la luna se posó sobre ella, y logré capturar un momento tan espléndido, tan maravilloso, tan único, que parecía orquestado para mi disfrute.
La naturaleza se había confabulado para dejarme anonadado.
Tras capturar esas fabulosas imágenes, mi teléfono, fiel compañero hasta entonces, se rindió sin batería, dejándome sin la certeza de la hora. Pero el color del cielo, que se oscurecía con una rapidez alarmante, me dio la pauta.
Volví a recalcular mis tiempos. Había dedicado un tiempo precioso a las fotos, y la cumbre, a solo 15 minutos más, tendría que esperar.
Mi vasta experiencia, mi sentido de orientación infalible y mi habilidad para manejar los tiempos en altura me dictaron la verdad: lo importante no era alcanzar la cima, sino disfrutar el momento y el lugar.
Con esa profunda reflexión, inicié el descenso, con mi gran compañera, la luna, iluminando mi camino desde lo alto del Monte Olivia.
A medida que avanzaba, mi vista se adaptaba a la tenue luz. La noche estaba a solo minutos de envolverme.
El cielo, siempre un espectáculo, seguía cautivándome con sus tonalidades mutantes: de rosas cada vez más oscuros a azules y violetas profundos.
Las estrellas, joyas dispersas, comenzaron a adornar todo el firmamento.
Solo cuando el terreno se oscureció por completo, el aire se volvió un gélido abrazo y la nieve se endureció como el cristal, decidí finalmente calzarme los crampones para un descenso seguro.
Con la luna como mi único faro, su resplandor potente me impulsó a una decisión audaz de la que no me arrepiento: bajar la montaña sin encender mi linterna, guiándome solo por la luz de esa bella dama lunar.
Si bien la extensión nevada se revelaba con claridad, las huellas de mi ascenso se desdibujaban. Aun así, me las arreglé para bajar, confiando en mis instintos.
El tramo más complicado fue el reingreso al bosque, donde las copas de los árboles, como manos gigantes, intentaban apagar la luz lunar. Pero esa luminosidad tenaz se filtraba entre las ramas, iluminando el sendero justo lo necesario.
Una vez que alcancé el llano y me reencontré con el sendero principal, una sensación de seguridad me invadió. Seguí mis propias huellas de regreso, una sonrisa de satisfacción dibujada en mi rostro por haber logrado esta aventura.
A medida que avanzaba hacia las tranqueras iniciales, el imponente Monte Olivia comenzaba a eclipsar la luz de la luna.
Al cruzar la segunda barrera, la oscuridad fue total, pero mi auto estaba a escasos metros. En ese instante, a lo lejos, el tenue tintineo de unas campanadas, quizás de vacas o caballos descansando en el campo, rompió el silencio.
Finalmente, llegué al punto de partida, donde mi vehículo me esperaba para el regreso a la ciudad. Eran las 19 horas, y mi desafiante travesía llegaba a su fin.
Un regreso complejo, sí, pero cada segundo había sido un gozo.
Esta experiencia de caminar en la oscuridad, guiado solo por la luz de la luna, es algo maravilloso, una vivencia que todos, algún día, deberían atreverse a probar.
Es en estos momentos cuando los sentidos se agudizan, cuando la mente pone a prueba nuestros prejuicios y nuestros miedos más arraigados.
Descender una montaña, de noche, en solitario, con nieve y bajo el esplendor de una hermosa luna llena, es una sensación increíble, inefable, casi imposible de capturar con palabras.
Solo me brotan palabras de agradecimiento a la Madre Tierra y a la Naturaleza por permitirme disfrutar con seguridad de sus rincones más salvajes.
Y gracias a Dios por cuidarme en cada expedición solitaria, por sostenerme, protegerme y guiarme, tanto en la ida como en la vuelta.